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¡Arriba el telón!

El teatro constituye una de las opciones de entretenimiento familiar más atractivas. Para los niños, presenciar en vivo y en directo una obra teatral es todo un descubrimiento, una vivencia tan distinta a la del cine o la televisión, que suelen quedar fascinados.

Si tenemos la oportunidad de acudir a una función de teatro, aprovechémosla. Pero antes, tengamos en cuenta algunos aspectos fundamentales para que la actividad sea un éxito y los pequeños quieran repetir:

Tipo de obra.

A los más pequeños suelen gustarles los títeres y las historias con personajes conocidos (Pinocho, El patito feo…). La puesta en escena es importante: la música, el decorado, el vestuario de los actores, las luces, etc. También son recomendables los espectáculos interactivos, en los que se invita a participar a los espectadores (los niños lo pasan bomba cuando pueden subir al escenario).

Edad recomendada.

Es el primer dato que debemos conocer. A veces se ofrece una información precisa (por ejemplo: “para niños de 4 a 8 años”); otras la obra se anuncia con un simple “público familiar”. Aunque algunas compañías representan obras para bebés, si no se especifica otra cosa, la edad idónea para empezar a llevarles es a partir de los 3 ó 4 años. Y aunque algunas historias encandilan a grandes y pequeños, tengamos en cuenta que, si vamos con hermanos de distintas edades, es posible que lo que a uno le entusiasme, a otro le aburra.

Información previa.

Para no equivocarnos, conviene recabar cuantos más datos mejor: a través de Internet, en las taquillas del teatro, en guías de ocio especializadas… La mejor crítica del espectáculo la suelen hacer otros padres (busquemos opiniones en foros de espectadores). También podemos pedir opinión a los profesores y/o educadores de nuestros hijos.

Compra de entradas.

Es mejor hacerla con antelación. Así podremos elegir las butacas adecuadas: cerca del escenario los niños disfrutan más; si están muy alejados, es fácil que se desentiendan de la historia. Si es posible, escojamos asientos próximos a un pasillo, por si hay que salir de la sala en mitad de la obra. Además, la compra anticipada de entradas evita que tengamos que guardar cola antes de entrar (la espera cansa a los niños).

La mejor hora.

Lo ideal es acudir cuando el niño está descansado y ha comido recientemente. Procuremos que la función no coincida con sus horas habituales de siesta o merienda, y que la obra no se prolongue demasiado. Los teatros suelen tener en cuenta las peculiaridades del público infantil y programan sesiones infantiles a primera hora de la tarde o en horario matinal. Las obras destinadas a menores de tres años suelen durar media hora, y a partir de esa edad, unos 60 minutos. Si hay intermedio, aprovechemos para que el niño corretee un rato.

Una charla previa.

Aunque sea pequeño, podemos hablarle de la historia que vamos a ver, de los protagonistas, etc. Aprovechemos para darle algunas pautas básicas de comportamiento: deberá guardar silencio, permanecer sentado, no molestar a otros espectadores, etc.

Puntualidad.

Es una regla fundamental siempre que se va al teatro. Conviene ir con tiempo de sobra para encontrar los asientos, llevarles al lavabo, etc. Aprovechemos los instantes previos para observar la sala y comentar con ellos sus características: el telón, las luces…

¿Y si se aburre?

A veces el niño no entiende la obra y pierde el interés; otras su duración es excesiva y se cansa de estar sentado. Si da señales de desgana (se levanta, empieza a molestar a los demás, pregunta si falta mucho) podemos intentar acomodarle en nuestro asiento o salir a estirar las piernas. Cuando esto no funciona, es mejor no insistir. Pero tampoco desistamos. Probemos más adelante, porque el teatro es una opción cultural que merece la pena conocer.

Una habitación para el bebé

Para que el bebé pueda adquirir habilidades y desarrollar al máximo sus capacidades necesita estímulos. Y los necesita desde el primer día. Al nacer, sus sentidos están abiertos al exterior, inmaduros pero suficientemente desarrollados para captar experiencias sensoriales que le aporten información de cómo es el mundo. Si estuviera todo el tiempo aislado, encerrado entre cuatro paredes grises, poco o nada podría aprender, se volvería un ser apático y triste, y su desarrollo se resentiría.

Las primeras experiencias estimulantes las proporcionan los padres, cuando le hablan, le acarician, le cantan, le bañan, le alimentan… Otra fuente de estímulos importante es el entorno en el que crece el niño. Y dentro de éste, su habitación, el lugar donde pasará buena parte del día durante los primeros años.

Lo ideal es que el bebé disponga de una estancia propia. Si tiene que compartirla con otros hermanos, procuremos que tenga al menos su rincón de juegos, adaptado a su tamaño y edad. Otra opción interesante, si se puede, es destinar un cuarto a dormitorio y habilitar otro exclusivamente para los juegos infantiles.

A la hora de decorarlo, no hay que dejarse llevar sólo por criterios estéticos o prácticos. Mere- ce la pena pararse a pensar en lo que de verdad necesita nuestro hijo, en qué elementos podemos incluir para estimular sus sentidos (principalmente la vista y el oído, pero también el tacto y el gusto), en cómo podemos fomentar la motricidad y alentar su aprendizaje.

Es deseable que la habitación del bebé reúna ciertas características:

• Espaciosa. Si se puede elegir, conviene instalarle en el dormitorio más grande. En pocos meses, necesitará espacio suficiente para gatear, para practicar la marcha, para jugar a sus anchas en el suelo, para pasearse con su corre- pasillos…

• Alegre y luminosa. Es importante que la estancia transmita sensaciones positivas. Se trata de crear un entorno agradable, donde el niño se sienta a gusto y con ganas de jugar y explorar. Cuanta más luz natural tenga, mejor.

• A su medida. Los juguetes tienen que estar a su alcance, donde pueda verlos y, cuando ya gatee o camine, él solito pueda cogerlos y volver a dejarlos (así se fomenta su autonomía y su motricidad). Igualmente, si ponemos un perchero para su abrigo y su mochila, tendrá que estar a su altura. Los adornos de la pared (fotos, láminas) deben estar en su campo de visión.

• Segura. El bebé debe poder jugar y curiosear sin correr riesgos. Tanto los juguetes, como el mobiliario y los objetos decorativos han de ser inofensivos. Será preciso tapar los enchufes, proteger las esquinas de los muebles, retirar los posibles cables y asegurarse de que el niño no es capaz de abrir la ventana (se puede instalar un cierre de seguridad). Si la puerta de su dormitorio tiene pestillo, habrá que bloquearlo para evitar que se quede encerrado.

Un entorno cambiante, que crezca con él

Las necesidades de un recién nacido no son las mismas que las de un niño de año y medio. No planifiquemos la habitación pensando que quedará así hasta la adolescencia. Optemos por una decoración sencilla que permita hacer cambios sobre la marcha, sin tener que reformar toda la estancia. Quitando, añadiendo o desplazando elementos, podremos ir adaptando el cuarto a su edad y nueva etapa de desarrollo. Además, cada pocos meses podemos variar algún detalle que estimule al bebé (fotos renovadas, un juguete nuevo…).

Los puntos básicos a tener en cuenta son:

SUELO. Para estimular el gateo y los juegos en el suelo hay que optar por materiales cálidos, lisos, sin rugosidades, aristas ni salientes, que no resbalen y que amortigüen los impactos en caso de golpe o caída. La madera, el corcho y los pavimentos plásticos (hay gran variedad en el mercado) son los más apropiados.

Una alfombra vistosa, suave y que no suelte pelo, puede servir para delimitar el espacio de juegos. Debajo hay que poner algún material antideslizante. Será el lugar idóneo para estimular al niño en las distintas fases de desarrollo: primero tumbado, luego sentado, a gatas…

Lo mejor es tirarse al suelo con él y ofrecerle juguetes variados que le impulsen a moverse y a investigar: como si de un laboratorio de pruebas se tratase, el bebé pasará tiempo examinando los juguetes que le ofrezcamos, y aprendiendo y ensayando nuevas destrezas: sacar y meter objetos, tirar y recoger, apilar, encajar… y, también, darse la vuelta, reptar, incorporarse…

PAREDES. Aunque los tonos vivos llaman la atención del bebé, no conviene usarlos para pintar toda la habitación. Es preferible elegir un tono suave (blanco, amarillo, salmón, crema, malva, celeste, verde claro) y reservar los colores llamativos para algún mueble o para los objetos decorativos (la lámpara, la alfombra, la ropa de cuna). Una buena idea es pintar una sola pared o zona de la habitación de una tonalidad vistosa (por ejemplo, el rincón de juegos).

Una forma sencilla y barata de estimular la percepción visual consiste en pegar junto a la cuna fotografías (a ser posible, ampliaciones) suyas y de sus seres queridos. También se puede colgar algún póster (le encantan los de animales). Y no olvidemos destinar un espacio para exponer sus primeros dibujos.

CUNA La posición de su camita es importante por- que en ella pasará mucho tiempo durante los primeros meses. No conviene arrinconarla junto a dos paredes. Es preferible cambiarla de sitio cada cierto tiempo para ampliar y variar el campo de visión del bebé y que pueda así recibir más estímulos diferentes. Un día se puede poner mirando hacia la ventana (percibirá cómo cambia la luz del sol), otro día más cerca de la puerta (verá a papá y mamá cuan- do pasan y le saludan, cuando entran y salen…). Se trata de abrir su pequeño universo a vivencias cotidianas pero igualmente enriquecedoras.

Sobre la cuna no puede faltar un móvil que estimulará su percepción visual. Si además de movimiento, el carrusel tiene música, también estimulará su oído.

Cuando ya sea capaz de mantenerse sentado, se le pueden poner en la cuna otros juguetes estimulantes: muñecos vistosos y centros de actividades con sonidos y luces que el niño pueda accionar; muchos incluyen tiras de sujeción para fijar a la barandilla o los barrotes.

MUEBLES. A partir de los 12 meses necesitará una mesa y una silla a su medida para empezar a pintar, usar plastilinas, etc. También necesitará contenedores grandes donde guardar sus juguetes. Cajas, cestos y baúles le sirven de estímulo para jugar (se entretiene metiendo y sacando las cosas) y le animan a recoger (hacen la tarea fácil y divertida).

A partir de los nueves meses, aumenta la movilidad del bebé: aprende a gatear, se pone de pie… Cuantos menos muebles haya, más espacio tendrá para moverse.

JUGUETES. Sin ellos, su habitación no sería un sitio estimulante. Tienen que ser adecuados a su edad y atractivos, que inciten a explorar y descubrir. Éstos son los adecuados:

0-6 meses: necesita objetos de formas variadas, colores vivos y texturas diferentes, que estimulen la vista, el oído, el tacto, el gusto y la coordinación de movimientos: además del móvil, le atraen los sonajeros, aros y mordedores para agarrar, agitar y llevarse a la boca; una manta de juegos con sonidos y telas de distintas texturas; un gimnasio que le invite a mover brazos y piernas.

6-12 meses: hay que seguir estimulando la percepción visual, táctil y auditiva. Además de juguetes con múltiples actividades (teclas, sonidos, luces, melodías…), le atraen los libros con dibujos y texturas, los peluches y muñecos para abrazar, los objetos de diferentes formas y colores para encajar y apilar… Al final del primer año, cuando sea capaz de sostenerse en pie, se le puede ofrecer un andador a modo de carrito para apoyarse en él y empujar (le animará a dar los primeros pasos).

12-24 meses: en esta etapa, para favorecer su sentido del equilibrio y para que camine y se mueva cada vez con mayor soltura, son perfectos los balancines y los juguetes con ruedas para empujar y arrastrar: animales o coches con una cuerda para que tire de ellos al andar, correpasillos, etc. También hay que estimular la motricidad fina con lápices y ceras, pinturas de dedos, pasta de modelar y puzzles sencillos. Le gustan mucho las pelotas, los juguetes de madera o plástico para golpear y lanzar (desarrollan la coordinación corporal) y los libros.

Los juguetes son necesarios pero el exceso puede ser contraproducente. No hay que sobrecargar la habitación de estímulos. Lo más aconsejable es poner al alcance del bebé unos cuantos, los más adecuados a su edad, guardar el resto en un armario, lejos de su vista, y renovarlos cada cierto tiempo.

Además, por muy atractivo y estimulante que sea su cuarto, por muchos juguetes fascinantes que tenga, no podemos pretender que se pase el día jugando solo. El bebé necesita nuestra compañía. Aprovechemos el entorno estimulante que ofrece su habitación para interactuar con él. Los padres somos su principal estímulo y los que mejor podemos alentar su aprendizaje.

LO QUE NO PUEDE FALTAR

Una pizarra.

Si la instalamos en la pared, a su altura, le encantará garabatear en ella. Se puede improvisar una pegando una gran cartulina en la pared.

Un espejo.

Al principio no reconocerá su imagen, pero poco a poco irá tomando conciencia de su propio cuerpo. Para mayor seguridad, compremos uno que sea irrompible.

Un reproductor de música.

Para cantar con él, oír nanas, bailar… Todo un estímulo para sus oídos.

Un proyector.

Las lámparas infantiles que reflejan luces de colores y formas en movimiento son un espectáculo visual que encandila al bebé. Algunas incluyen melodías. Una alternativa: adherir al techo pegatinas fluorescentes (en jugueterías) que se iluminan por la noche.

Una colchoneta fina.

Se puede usar para hacer gimnasia con el bebé, darle un masaje… Conviene que tenga una funda lavable, y que se pueda enrollar y guardar en cualquier rincón.

Del balbuceo a la conversación

El hecho de que el recién nacido no hable no significa que no le dirijamos la palabra. Conversar con él desde el mismo momento de nacer es la mejor forma de que desarrolle el lenguaje. “¿Tienes el pañal sucio? Me da en la nariz que sí. Vamos a comprobarlo y si es así, te pondré uno limpio”. Esta una conversación perfecta para tener con un recién nacido. La relación con el bebé debe estar llena de cuidados, contacto, mimos y también de palabras. Tenemos que hablar de lo que hacemos: “Ahora vas a quedarte tranquilo en tu cuna mientras yo me ducho”, de lo que nos pasa: “¡Qué feliz estoy de tenerte!”, de lo que le sucede a él: “Me parece que estás un poco enfadado porque tienes sueño”, de los objetos que llaman su atención: “¿Te gustan los colores de mi camisa, eh?”, y de cualquier otra cosa que se nos ocurra.

Esta cháchara también les viene muy bien a muchas madres y cuidadoras que se pasan el día a solas con el bebé. Antes de lo que imaginan, el pequeño llegará a aturdirlas con sus interminables peroratas. El desarrollo del lenguaje es fascinante y ¡rapidísimo!

De 0 a 3 meses

El oído es el sentido más importante en el recién nacido; le encanta escuchar.

• Hace ruiditos y gorjeos, y se deleita oyendo sus propios sonidos.

• Presta atención cuando le hablan y reconoce las voces de sus padres.

• Se familiariza con el ritmo y la sonoridad propios de su lengua materna.

Cómo estimularle

• Le ponemos cerca de nuestra cara y le hablamos exagerando la vocalización y los movimientos de la boca.

• Cuando balbucee, hay que responderle como si verdaderamente creyéramos que está diciéndonos algo: “Claro que sí, ya veo que la nariz de tu osito sabe riquísima”.

• Respondamos a sus sonidos para que vea que lo que dice nos importa.

• Juguemos con nuestra voz: hablemos más rápido, más despacio, con distintos ritmos, con diferente entonación…

De 4 a 7 meses

Algunos experimentos señalan que el bebé ya puede diferenciar no sólo los sonidos dispares, sino también los similares, como pa y ma.

• Balbucea. Repite sílabas con p, b, d y m : pa-pa-pa, ba-ba-ba…

• A veces acierta con alguna palabra, pero es casualidad, sólo está practicando.

• Ensaya sonidos y ejercita los músculos de sus labios y su lengua.

• Hace gorgoritos y emite sonidos cuando juega con sus muñecos.

• Manifiesta agrado y desagrado con algunos sonidos y ruidos.

• Ya es capaz de percibir que en el lenguaje hay sílabas agrupadas.

• Empiezan a sonarle las palabras más comunes, como su propio nombre, “mamá”, “papá”…

• Hacia los cuatro meses y medio reconoce su nombre como una palabra destacada, como pueden ser “hola” o “mamá”. Sobre los seis meses ya se da cuenta de que su nombre se refiere a sí mismo.

Cómo estimularle

• Juguemos a soplar (un globo, una pluma, suavemente en su cara…) y tratemos de que vea cómo lo hacemos.

• Intentemos que preste atención a los sonidos y ruidos: “¿Oyes la moto?”, “¡Qué ruido hace la aspiradora!”

• Imitemos los sonidos de animales: “Qué fuerte ladra ese perro, hace guau, guau”.

De 8 a 12 meses

Sus balbuceos ya se parecen mucho a las palabras reales.

• Repite con intencionalidad algunos sonidos: cacaca, gagaga…

• Hacia los nueve meses es capaz de señalar lo que quiere o indicarlo de algún modo.

• Hacia el año dice de una a tres palabras, como “mamá”, “pan”, “adiós”. En ese momento, entiende ya unas 25.

• Reconoce y entiende los nombres de personas u objetos que le resultan familiares: “papá”, “biberón”, “baño”, “cuna”.

• Responde de algún modo cuando le preguntan: “¿Quieres más?”.

• Reconoce la entonación y sabe si alguien está

enfadado cuando le dice: “¡No!”, “¡Quieto!”.

• Empieza a especializarse en su lengua materna, con lo cual pierde la habilidad para oír todos los sonidos posibles de todas las demás.

Cómo estimularle

• Leerle cuentos y repetir las palabras de lo que en ellos aparece.

• Permitirle que se ponga al teléfono y escuche hablar a personas que conoce.

• Comprarle un teléfono de juguete.

De 12 a 18 meses

Formula frases interrogativas con una sola palabra: “¿Papá?”, lo que quiere decir: “¿Dónde está mi papa?”.

• Le encanta decir “No”.

• Utiliza frases de dos palabras: “Nene, pan”.

• Puede entender órdenes sencillas: “Trae la pelota”, “Ven conmigo”.

Responde a preguntas simples: “¿Dónde está mamá?”, “¿Quién ha llegado?”. Al año y medio es capaz de decir unas ocho palabras y entiende unas 50.

Cada mes aumenta su vocabulario. Después de la primera palabra se lanza “a por todas”, primero con los sustantivos, luego vendrán los adjetivos y los verbos.

Cómo estimularle

• Animarle a hablar.

• Nombrar las cosas que le rodean

• Jugar con él a “Veo, veo” o a que señale cosas que

le pedimos: “¿Dónde está el muñeco?”, “¿Y tu sillita? … ¡Bieeeen!”.

• Ampliar sus frases de dos palabras. Cuando diga “Quiero agua”, soltar una parrafada del tipo: “Mi niño quiere agua y yo se la voy a poner fresquita en su taza…”.

• Cuando diga sus primeras palabras mal dichas no siempre hay que entenderle a la primera, hagamos que repita y ensaye.

De 19 a 24 meses

Hacia los 20 meses hay una “explosión” del lenguaje, su vocabulario aumenta a una velocidad vertiginosa. Se calcula que puede aprender unas ocho palabras nuevas al día.

• Al final de los dos años es capaz de construir oraciones de tres y cuatro palabras.

• Realiza divertidas asociaciones.

• Entiende los verbos.

• Comprende las reglas gramaticales y las aplica

para formar nuevas palabras, por eso dice “ponido” en lugar de “puesto”.

Cómo estimularle 

• Conversar de cosas reales.

• Responder a sus preguntas.

• Si comete un error no hay que corregirle, pero sí repetir la frase bien dicha; por ejemplo, si dice: “Me he ponido el pantalón”, le respondemos: “¿Te has puesto el pantalón? ¡Qué bien!”.

2 a 3 años

Es capaz de formular preguntas y sabe contar lo que le ocurre con frases largas. • Nombra casi todo lo que le rodea.

• Entiende la diferencia entre “grande” y “pequeño”, “arriba” y “abajo”…

• Conoce algunos colores.

• Canta alguna cancioncilla simple, aunque sea con lengua de trapo.

• Entiende que “No” también puede significar “Preferiría que no”.

• Utiliza verbos abstractos como “pensar”. • Comprende los tiempos verbales y • Aplica los sufijos para formar otras palabras, de “fuerte” es capaz de deducir “fuertemente”.

Contarle cuentos le ayuda a desarrollar su lenguaje

Hacia los 6 meses, el bebé ya es capaz de manejar un librito. Le gusta manipular los de hojas duras o los especiales para la bañera. Es un buen momento para empezar a contar- le historias sobre los dibujos que aparecen en sus páginas. Puede que no preste mucha atención, que no tenga paciencia y quiera pasar directamente al final o que prefiera probar a qué sabe en vez de escucharnos, pero merece la pena insistir, porque contarle cuentos le ayuda a desarrollar su atención auditiva y visual y le permite familiarizarse con las palabras. Los libros amplían el vocabulario habitual del niño; por ejemplo, puede que aparezca un tractor amarillo, y entonces será muy importante nombrarlo, porque la palabra “tractor” no resulta habitual en la conversación de la mayoría de las familias. Pronto le encantará que le enseñemos libros y se los leamos o contemos. Los niños a los que se les ha leído antes de los 2 años desarrollan mayor comprensión del len- guaje y tienen un mayor vocabulario pasivo.

Cuándo consultar con su pediatra

Cada niño tiene su ritmo y, en general, no hay que preocuparse si su amiguito ya par- lotea y nuestro hijo no dice ni mu. Pero sí conviene consultar cuando…

• A los 3 meses no gira la cabeza ni presta atención al oír la voz de su madre.

• A los 4 meses no hace gorgoritos ni balbucea.

• Deja de balbucear repentinamente cuan- do anteriormente ya lo hacía.

• Con año y medio no dice ni una palabra.

• No forma frases de 2 palabras a los 2 años.

• No formula preguntas simples a los 2 años.

• Cecea o tiene dificultades serias de pronunciación a los 3 años.

Abajo el estrés

Toca madrugar. Después de vestirse y arreglarse, hay que despertar a los niños, darles el desayuno, ayudarles a vestirse y asearse, salir corriendo al colegio, y de ahí al trabajo para realizar una intensa jornada laboral a la que le sigue otra jornada igual de intensa o más: hay que darse prisa para recoger a los niños a tiempo, darles la merienda y llevarles a las extraescolares de turno. Después, vuelta a casa pasando antes por el súper, la farmacia o la tintorería (siempre hay recados pendientes) y, ya en casa, ayudarles con los deberes, bañarles, prepararles la cena, leerles un cuento y acostarles cuanto antes, porque aún queda mucho por hacer: recoger la cocina, poner una lavadora, quizás algo de plancha…

Estresante, ¿verdad? No es más que un ejemplo, aunque muy revelador, de la cantidad de tareas que los padres, y a menudo especialmente las madres (expertas en dobles jornadas) pueden llegar a realizar en un mismo día. Si a las cargas físicas le sumamos las responsabilidades y preocupaciones que suele generar el tener hijos, no es difícil entender por qué las palabras “padres” y “estrés” están tan íntimamente ligadas.

Con los nervios a flor de piel

Una cierta dosis de estrés es beneficiosa porque nos impulsa a hacer cosas, a tomar iniciativas, a progresar. Pero cuando las prisas y los agobios se instalan en nuestra vida, cuando siempre estamos tensos e irritables algo hay que hacer. Si no ponemos remedio, el estrés puede convertirse en un problema que acabe afectando a toda la familia:

• Repercute en la relación de pareja, porque a menudo pagamos con ella el sentimiento de insatisfacción que nos invade por llevar una existencia que no nos gusta. La comunicación se resiente y aumentan las discusiones, a me- nudo por cualquier nimiedad.

• Influye en los hijos, porque unos padres estresados crean un entorno psíquico hostil que les transmite mucha inseguridad. Además, no olvidemos que los padres son el espejo en el que se mira el niño. Educando con agresividad, enfado o ansiedad le estamos dando un modelo equivocado.

• El estrés también puede afectarles físicamente: algunas investigaciones demuestran que los bebés de padres con estrés lloran más, pueden comer mal, sufrir alteraciones del sueño y trastornos como dolor de tripa, de cabeza y vómitos.

¿Padres perfectos o padres felices?

Lo peor de vivir en un mundo de prisas y estrés es que se entra fácilmente en una espiral de la que cuesta salir. Parece que no hay remedio, que poco se puede hacer para cambiar la situación. Pero quejarse y no poner remedio no conduce a nada. Hay que analizar qué falla y arreglarlo; si nos paramos a pensar, seguro que hay cosas que se pueden modificar para introducir un poco de calma en nuestras agitadas vidas.

Seamos realistas: los padres no somos superhéroes, ni falta que hace. Por mucho empeño que pongamos, a veces no es posible abarcarlo todo, y no pasa nada si alguna vez fallamos en algo o dejamos alguna tarea pendiente. Nuestros hijos no quieren que seamos perfectos y todo lo hagamos bien; prefieren vernos tranquilos y contentos, dispuestos a compartir cada día un rato de juego con ellos.

Delegar, compartir, planificar

El ámbito doméstico depende por completo de nosotros, somos nosotros quienes lo organizamos. ¿Por qué no hacerlo en beneficio nuestro? Busquemos soluciones para descargarnos de tareas simplificando las cosas.

Compartir:

• Tareas a compartir. Todavía en muchas familias el peso de la casa y los hijos recae principalmente sobre la madre, incluso cuando los dos miembros de la pareja trabajan fuera de casa. La sobrecarga es un primer paso para llegar al estrés. Antes de desfallecer en el intento, lo mejor es hablarlo con la otra parte y buscar soluciones juntos.

Un buen punto de partida puede ser hacer un listado de los quehaceres que cada uno realiza, a lo largo del día o de la semana, en beneficio de la familia. No es cuestión de establecer una competición ni de colgarse medallas; se trata de ver cómo contribuye cada uno a la buena marcha de la empresa familiar, con vistas a lograr un reparto de tareas más equitativo.

• Responsabilidades a medias. Porque lo estresante no es sólo realizar infinidad de tareas, sino organizar el día a día. En cualquier empresa se paga mejor al trabajador que dirige y da órdenes que al que realiza un trabajo manual, por duro que sea. En el ámbito doméstico, en cambio, hay un montón de tareas que consumen tiempo y energía pero que resultan invisibles para los demás miembros de la familia: planificar los menús, hacer la lista de la compra, acordarse de las vacunas de los niños, pedir cita para las revisiones médicas, entrevistarse con los profesores, planificar las coladas, acordarse de llevar a la mascota al veterinario, etc. Tener que organizar todo lo referente a la casa y los niños puede ser agotador. Esto también puede y debe repartirse.

Delegar:

• Confianza en los demás. No es posible compartir si antes no se está dispuesto a delegar. Hay que desterrar la idea de que nadie lo hará mejor que nosotros.

• Los niños pueden ayudar. Todos los miembros de la familia deberían tener obligaciones, incluidos los hijos. Ellos también pueden echar una mano con tareas a su medida. Doblar y guardar el pijama cada mañana, meter el tazón de desayuno en el lavaplatos o poner otro rollo de papel higiénico cuando se acaba son acciones sencillas que ahorran tiempo y crean un buen hábito.

• Exteriorizar los sentimientos. A veces el simple hecho de expresar cómo nos sentimos y qué nos preocupa ayuda a rebajar el nivel de estrés. Si no podemos compartir con la pareja nuestras inquietudes, tal vez podamos contar con algún amigo o familiar cercano. Hablar con otros padres también puede ser útil: reconforta saber que otras personas pasan por lo mismo que nosotros.

• Ayuda externa. No hay que descartar la posibilidad de contratar a una asistenta, no importa que sólo sean unas pocas horas a la semana o al mes. Puede encargarse de las faenas más ingratas: planchar, limpiar a fondo la cocina, etc.

• Establecer prioridades. Si no es posible llegar a todo, procuremos distinguir entre lo verdadera- mente importante y lo que no lo es tanto. Preparar la cena a los niños es imprescindible, pero a lo mejor la colada puede esperar al día siguiente. La cita con el pediatra no puede posponerse, pero ¿pasa algo si la niña falta un día a su clase de ballet?

Planificar:

• Programar la semana. La planificación es una de las claves del éxito: una simple agenda para anotar las citas, las actividades previstas, las tareas pendientes, etc. puede ser de gran ayuda. Podemos dedicar un rato a la semana a organizar estas cuestiones (mejor en pareja).

• Poner límites. Planificar es inútil si nos proponemos metas inalcanzables. Si pretendemos hacer demasiadas cosas, la mayoría de las veces no lo lograremos y eso generará frustración y más estrés. Será mejor revisar las tareas y pos- poner las no urgentes. O, directamente, eliminar algunos compromisos de la agenda: tal vez nos parezca oportuno reducir el número de las clases extraescolares de los niños (dos a la semana pueden ser suficientes) o limitar su asistencia a los cumpleaños de sus compañeros de colegio (por ejemplo, no más de una fiesta al mes).

• Ser positivos. No seamos demasiado exigentes con nosotros mismos. Intentemos ver el lado positivo de las cosas. No pensemos siempre en todo lo que queda por hacer sino en todo lo que ya hemos hecho.

• Cuidar la relación de pareja. Los hijos consumen tanto tiempo y energía que a los padres les cuesta encontrar momentos para estar a solas. Pero hay que buscar la manera. Seguro que en nuestro entorno existen personas (los abuelos, una amiga de confianza…) dispuestas a echar una mano, a quedarse con los niños una tarde o incluso un fin de semana. Y no debemos sentirnos culpables por ello.

• Tiempo para uno mismo. Para darse un baño, hacer deporte, leer o simplemente tumbarse a descansar. Todo el mundo necesita tomarse un respiro de vez en cuando. Lo ideal sería reservarse un tiempo todos los días para relajarse y hacer algo que nos guste. De vez en cuando también podemos darnos el lujo de salir, mientras los niños se quedan con la pareja. Aunque sólo sea una vez al mes, poder hacer actividades que nos gustan (ir al cine o quedar con amigos) es una excelente terapia antiestrés.

TIEMPO PARA JUGAR

Por muy estresados que estemos, deberíamos poder encontrar un rato todos los días para estar con los hijos de forma relajada, para hablar con ellos, jugar, bañarles, leerles un cuento…

• Al llegar del trabajo es necesario dejar a un lado las tensiones, las prisas y los nervios.

• Una ducha y unos minutos de respiración profunda nos ayudarán a descargar tensiones.

• Al final del día los niños también están cansados y fácilmente irritables. Seamos comprensivos y no paguemos con ellos nuestras preocupaciones laborales. Antes de estallar, salgamos de la habitación y contemos hasta diez.

• El tiempo dedicado a los hijos debería ser un tiempo de calidad. Es preferible regalarles media hora en exclusiva que tratar de entretenerles mientras hacemos otras cosas (preparar la cena, planchar, revisar las facturas…).

• Para conseguir un rato de tranquilidad junto a los hijos, hay que evitar las interrupciones. Es buena idea descolgar el telé- fono, apagar el móvil y no poner la tele de fondo. Se trata de que perciban que son importantes para nosotros.

UNOS MINUTOS DE RELAX

Existen técnicas de relajación que resultan muy eficaces en momentos de nerviosismo y ansiedad.

• Respirar profundamente ayuda a relajarse: se trata de inspirar

por la nariz, notando cómo se llenan de aire los pulmones y el abdomen, y a continuación echar el aire por la boca, muy lentamente, controlando su salida. Conviene repetir el ejercicio varias veces, hasta conseguir notar cómo se relajan los músculos y la mente.

• Ejercicios como éste ayudan a controlar una situación de estrés. Pero no hay que esperar a estar a punto de estallar para practicarlos. Lo ideal es hacerlos varias veces al día, en cualquier momento que resulte oportuno. Ayudan a relajar la musculatura y previenen problemas físicos habituales en situaciones de estrés (dolores de espalda, de articulaciones, de cabeza).

• En el trabajo, hay que procurar hacer pausas frecuentes (cinco minutos son suficientes). Si no es posible, al menos se pueden aprovechar los tiempos de descanso o la hora de la comida para in- tentar relajarse.

• Lo ideal sería poder tumbarse unos minutos; si no es posible, permanezcamos sentados, con los ojos cerrados, y procurando alejar las preocupaciones de nuestra mente. Una buena idea para aislarse del entorno es colocarse unos auriculares y poner una música relajante.

La expresión de las emociones

Definir el concepto de emoción es complicado aunque todos sabemos bien lo que significa porque cada minuto de nuestra vida está lleno de alegría, tristeza, enfado…, y porque nuestros recuerdos siempre están ligados a las emociones: lo bien que lo pasamos aquel día, la pena que nos produjo marcharnos, el daño que nos causaron determinadas palabras… Y lo mismo rige para los niños, porque ellos son capaces de experimentarlas desde que tienen unos pocos meses.

Los padres, al igual que educamos a nuestros hijos en aspectos básicos que les permiten desenvolverse en la vida, tenemos que darles una educación emocional que les posibilite expresar sus emociones. eso será para ellos fuente de salud y bienestar psíquico y físico.

Las emociones se caracterizan por producirnos una excitación o perturbación que nos predispone a una determinada respuesta. el psicólogo estadounidense Daniel Goleman, “inventor” de la inteligencia emocional, las define como “estados afectivos, de expresión súbita y de aparición breve”. La emoción es un impulso que nos lleva a actuar de una determinada manera y que puede crear un efecto positivo o negativo sobre nuestra salud.

Las emociones básicas

Existen varias clasificaciones para las emociones. Los autores no se ponen de acuerdo al catalogarlas debido a las enormes diferencias culturales y lingüísticas que influyen a la hora de describir nuestros estados emocionales, y a que tampoco es posible precisar su duración ni medir su intensidad. Hay seis que pueden considerarse básicas y que están presentes en todas las personas.

Alegría. diversión, euforia, sensación de bienestar. Tendemos a reproducir lo que nos hace sentir bien.

Disgusto. aversión, asco… Tratamos de alejarnos y rechazar lo que nos desagrada.

Ira. rabia, enojo, furia. nos provoca el deseo de destruir lo que nos causa el enfado.

Miedo. anticipación de una amenaza o peligro que nos produce ansiedad, incertidumbre. procuramos evitarlo con conductas como la huida o la alerta del cuerpo para el ataque.

La expresión no verbal

La manera más evidente que a uno se le ocurre para expresar las emociones es hablar, decir lo que uno piensa y siente. pero no es la única. La comunicación no verbal (forma de comportarse y expresión física) tiene un papel destacado para contar sin palabras nuestras emociones o interpretar las de los demás. saber descifrar este lenguaje es especialmente importante para tratar con niños, quienes suelen carecer de las habilidades lingüísticas necesarias para expresar sus emociones.

Para qué sirve expresar las emociones

Callarse no es bueno. Muchas de las cosas que guardamos sólo para nosotros acaban por hacernos daño. renunciar a decir que algo nos molesta puede, a corto plazo, evitar un conflicto, pero a medio y largo plazo nos hará sentir mal con nosotros mismos, provocará que los demás nos valoren menos e, incluso, puede causarnos una enfermedad.

• Un niño que aprende desde pequeño a expresar las emociones aumenta sus posibilidades de éxito en su vida de pareja, con los amigos y los compañeros de trabajo, es decir, será más feliz consigo mismo y en todas las relaciones sociales. aprender a reconocer y expresar las propias emociones implica entender las de los demás. Quien no conoce sus emociones tampoco identifica las de los otros y puede tener problemas de agresividad, depresión, relación, ansiedad.

El primer paso para controlar la manera de actuar que sigue a una emoción es saber re- conocerla y hablar de ella. por ejemplo, un niño que la emprende a patadas cada vez que se irrita, debe empezar por saber reconocer su enfado y ponerle nombre; eso le permitirá trabajar posteriormente en su manejo.

Sentir algo no nos hace mejores ni peores personas. es el saber manejar adecuadamente nuestras emociones lo que nos diferencia. el niño tiene que aprender a actuar en función de lo que siente y conocer lo adecuado e inadecuado de sus acciones midiendo las consecuencias de sus actos.

Hablar de las emociones permite enfrentarse a la realidad con objetividad y trabajar para lograr un equilibrio emocional. el conocimiento de las emociones ayuda a interiorizar valores como la tolerancia, el respeto, la amistad, el compromiso, el perdón, la aceptación de la diferencia, la solidaridad.

Cómo enseñarle

Algunas de las pautas que pueden ayudar a la hora de enseñar al niño a expresar sus emociones son:

• escucharle cada día sin interrupciones, procurando que le guste compartir con nosotros sus vivencias.

• no forzarle con interrogatorios, amonestaciones, consejos… que puedan llevarle a huir de comunicarse con nosotros.

• evaluar su comportamiento, hablarle de su conducta y de las consecuencias en los otros, pero no juzgar sus emociones.

• no reprocharle que tenga emociones negativas. La tristeza es tan natural como la alegría.

• no quitar importancia a sus emociones: “Bah, ¿y por esa tontería te pones triste?”.

• no renunciar a dar nuestra opinión.

• alabarle con mensajes positivos.

• darle el tiempo que necesite para madurar emocionalmente acompañándole en el proceso y alentándole a expresar lo que opina.

• Hacer un resumen de su historia para demostrarle que le hemos escuchado y para que aprenda a sintetizar.

• ayúdale a centrarse cuando se pierda con los detalles: “sí, pero me estabas contando cómo tu amiga…”.

• Mantener una actitud de atención activa: girados hacia él, mirándole, asintiendo… • Contarle nuestras propias experiencias, hacer de modelo, hablarle de cómo nos hemos sentido y de nuestro modo de actuar.

• dejarle que él piense en las soluciones: “Qué se te ocurre que puedes hacer la próxima vez para no sentirte triste si no te dejan jugar?”.

• explicarle que entender las emociones de los demás no es aprobar lo que hacen ni estar de acuerdo con ellos necesariamente.

• Hacerle preguntas básicas para que aprenda a identificar, expresar y manejar sus emociones: ¿Cómo crees que se siente tu amigo? ¿por qué te parece que es así? ¿Qué ha hecho para resolverlo? ¿alguna vez te ha pasado a ti algo parecido?

• aprovechar las situaciones cotidianas para contar- le cómo se siente: “Te habrá dado vergüenza decir eso delante de todos”, y también hablar de cómo nos sentimos nosotros: “Yo en cambio estoy muy orgullosa de que hayas sido capaz de defender tus derechos”.

• expresar las consecuencias a su comportamiento: “Cuando tú me gritas yo me siento muy apenado”.

• poner nombre a lo que puede sentir cuando aplicamos estrategias de modificación de conducta: “sé que estás enfadado y sientes rabia, pero no voy a comprarte eso”.

• decirle “no” siempre que sea necesario y conveniente decírselo y

• premiar sus logros y su motivación. La expresión de las emociones se empieza a enseñar en casa, forma parte de la educación emocional y es un proceso que debe durar toda la vida, en la que tenemos que adaptarnos a las nuevas situaciones que surgen cada día.

Acoso escolar: Tenemos que pararlo.

Un buen día, ir a la escuela se convierte en una tortura. De repente, apenas hay amigos y las clases y los recreos son un campo de batalla con un solo blanco: él. A su alrededor todo son burlas, sus cosas desaparecen o aparecen rotas, casi nadie con quien jugar, le amenazan: si cuenta algo o se defiende, será peor.

Si no se actúa a tiempo, si en cada situación violenta no aparece un adulto con su poder de sancionar la violencia y de enseñar otra forma de relación, la agresividad normal entre niños puede transformarse en acoso.

¿Qué es el acoso escolar?

Son todas las formas de maltrato psíquico, verbal o físico producido entre escolares de forma reiterada a lo largo del tiempo. Estadísticamente, el tipo de violencia dominante es el emocional y se da tanto en el aula como en el patio. El agresor sume a la víctima en la indefensión a menudo con el silencio, la indiferencia o la complicidad de otros compañeros.

El acoso se desencadena sin causa aparente o por un hecho insignificante: cometer un error en clase, dejarse anotar un gol, sacar una nota muy alta o muy baja, llegar tarde… Las razones que aducen los niños que ejercen la violencia son: “Porque me provocaron”, “Por gastar una broma”, “Para evitar que me lo hagan a mí”, “Por pasar el rato”, “Porque a mí me lo hacen”.

Un dato esperanzador es que las conductas violentas van disminuyendo a lo largo de la escuela, por ejemplo, de un porcentaje de 41% de víctimas en segundo curso de primaria se baja a un 23% en primero de ESO.

Aproximadamente la mitad de los niños que son víctimas de violencia de forma reiterada quedan paralizados, la otra mitad se transforma en niños violentos o que participan del hostigamiento hacia otros. Si se deja a los niños solos pueden aprender ya desde muy pequeños que la mejor defensa es un ataque.

El cole también es nuestro mundo

Lo que ocurre en el cole es casi tan importante como lo que ocurre en la casa. Y los padres forman parte de ese mundo que es el colegio. Hay que estar enterados, hay que conocer —aunque sea de nombre— a los otros niños, a sus padres, a los profesores… Pero, sobre todo, hay que reconocerles autoridad a los educadores. Si los padres consideran que el maestro es una autoridad en la vida de su hijo, el niño, sin dudas, también lo creerá. Cuando el maestro es una autoridad puede proteger y sancionar la violencia de modo que los alumnos no necesiten convertirse en violentos para defenderse.

Los expertos señalan que la disminución de la autoridad del profesorado es uno de los grandes obstáculos que debe salvar el docente a la hora de resolver situaciones de violencia. Abrumados, sobrepasados, a veces víctimas del maltrato de padres o incluso alumnos, los profesores necesitan tomar distancia.

Una de las propuestas de los especialistas es que en los colegios se elaboren reglamentos de convivencia o protocolos de buen trato que sean firmados por niños, maestros y padres. Así, con las normas claras, los niños podrán decir no a las burlas excesivas, a los golpes… Por supuesto, sostenidos por los adultos.

¿Quién puede ser víctima?

Todos. La violencia o el acoso pueden caer sobre cualquiera. Los expertos dicen claramente que no hay un perfil de víctima. El niño acosado no es diferente ni física ni emocionalmente, no carece de habilidades sociales, tampoco tiene necesidades educativas especiales ni es responsable de su acoso. Muchas víctimas son niños normales, felices y brillantes, que en los tests responden afirmativamente a enunciados como “Cuando pierdo en algún juego, me alegro por los que ganan” o “Prefiero salir con gente a quedarme en casa viendo la tele”.

Pero, una vez que se ha producido el acoso, los niños que han sido víctimas pueden presentar daños psíquicos y cuadros clínicos como el síndrome de estrés postraumático, depresión, trastornos de ansiedad y otros. Lo cierto es que estos cuadros son la consecuencia y no la causa de la violencia.

¿Cómo son los niños que acosan?

Entre los niños con conductas violentas continuadas y severas sí se encuentra un perfil común: son agresivos, se sienten provocados, no les importan las normas, no confían en sí mismos ni en los demás, tienen baja autoestima, falta de empatía, distorsiones cognitivas y poco control emocional. Están convencidos de que el éxito social se obtiene humillando a otros.

La falta de empatía explica su incapacidad para ponerse en el lugar de la víctima y su insensibilidad al sufrimiento del otro. Las distorsiones cognitivas tienen que ver con no aceptar la evidencia de los hechos y hacer responsables a los otros. Excusan su violencia alegando que la víctima les había molestado o desafiado y no sienten ningún remordimiento por su conducta.

Son niños que necesitan ayuda urgente. Si no la reciben, perpetuarán sus conductas violentas contaminando su vida familiar, laboral y social. Más de la mitad de los que acosan en el colegio cometerán un delito antes de los 24 años.

Si nuestro hijo es acosado

¿Qué decirle a un niño cuyo mundo se ha venido abajo? ¿Cómo escuchar sin desesperarse todo lo que está sufriendo? Para los padres también es difícil. Necesitarán toda su calma para actuar con inteligencia.

Lo primero es situarse incondicionalmente a favor del hijo: “Tú no eres responsable de esta situación, son los que te agreden los que actúan mal, has hecho muy bien en contárnoslo, ahora vamos a poder buscar soluciones”.

A veces para no sufrir, otras por no saber qué hacer, los padres de los acosados quitan importancia a la situación o dudan de la versión de su hijo y no intervienen. El niño a merced de la violencia, si la soporta, puede acabar por integrar las agresiones en sus relaciones con los otros.

Hay muchas maneras de negar lo que el niño cuenta. Una es responderle que las cosas siempre han sido así, que los padres también lo padecieron de pequeños y que supieron hacerle frente, y no le dicen cómo enfrentarse, le dejan solo haciéndole sentir un incapaz.

Otra es decirle al pequeño acosado que eso es bueno para él, que le hace más duro, le forja el carácter. Es falso. Estos padres pueden hacer que su hijo se transforme en violento. Son los que dicen: “Prefiero que vengas con un ojo en la mano a que vengas llorando porque alguien te ha pega- do”, “Si te pegan, pega más fuerte”.

Otra es buscar la causa en la víctima y creer que el niño ha hecho algo para ser acosado.

Ante este estado de cosas, el niño víctima em- pieza a creer que todo lo hace mal, tiene una visión pesimista de la vida, hasta llega a pensar que sus acosadores tienen razón. Y aparecen los primeros síntomas de su indefensión: disminuye su rendimiento escolar, no quiere ver a sus amigos, comienza a sufrir ataques de ansiedad, inventa pretextos para no ir al cole.

Hay que ayudar al niño a levantar de nuevo esa parte de su vida que se ha venido abajo. Primero en casa, dándole todo el apoyo emocional que necesita, y luego acudir al colegio para que se proteja al niño y se sancionen las conductas violentas de los otros, así como buscar apoyo profesional.

Cambiar al niño de centro es contraproducente porque no deja de ser un castigo y lo que se enseña es que ante la violencia la única solución es la huida. Por esto son muchos los niños que cuando les cambian de colegio se transforman en agresores, como si dijeran “Esta vez no me va a pasar porque soy yo quien va a dar”. La justicia llega de manos de los adultos, son los padres y educadores los que deben detener la violencia y asegurar que el colegio sea un lugar de salud y bienestar para todos los niños.

¿Qué pasa si no lo cuenta?

Lo más importante es descubrir por qué el niño no recurre a sus padres. A veces, las amenazas de los violentos son especialmente convincentes y la víctima queda atrapada sin poder pedir ayuda. Otras, no hay un canal de comunicación abierto entre el niño y sus padres. Pero los hijos suelen ser un libro abierto, si el niño presenta alguno de estos comportamientos, podría estar sufriendo acoso:

• Llega a casa con la ropa deteriorada, falta de material, heridas…

• Busca excusas para no ir a clase.

• No quiere ir a cumpleaños, excursiones…

• Llora sin motivo aparente.

• Tiene náuseas o dolores por la mañana.

• Empieza a morderse las uñas o adquiere otra manía que antes no tenía.

• Relata situaciones de acoso sucedidas a otro niño.

• Tiene ataques de rabia desproporcionados.

• Está tremendamente inquieto. La atención que los padres presten a su hijo es

clave para detectar cuanto antes que algo grave le está pasando.

Si nuestro hijo es acosador

No es el momento de sentirse culpables como padres, sino de ponerse manos a la obra para resol- ver la situación. Tampoco se trata de culpabilizar a nuestro hijo. Los niños que acosan o tienen conductas violentas también necesitan ayuda para encauzarlas y poder establecer otro tipo de relaciones y reacciones. Es conveniente contar con la ayuda de un profesional que oriente sobre cómo actuar y de qué forma averiguar las causas de la violencia en el niño.

Mientras, en casa se puede trabajar juntos:

• Leer o inventar cuentos deteniéndonos a pensar qué siente cada uno de los personajes, así le ayudamos a pensar en los otros desarrollando su empatía.

• Pedirle que cuente alguna de las situaciones en las que usó la violencia y pensar juntos de qué otras maneras podría haber reaccionado. Lo importante es escuchar qué le sucede, qué le lleva a actuar así. Hay que ayudarle a reconocer que algo no anda bien y darle los elementos para resolverlo. Acudir al colegio y junto con los profesores diseñar un plan de seguimiento de las conductas del niño. Al interesarse por él y estar a su lado en cada cambio que se vaya produciendo, el niño recuperará su autoestima y la confianza en sí mismo y en los otros.

Si nuestro hijo es observador

Un niño que cuenta a sus padres que ha visto cómo maltrataban a un compañero es un niño con muchas cosas claras: sabe que puede recurrir a sus mayores cuando algo va mal, sabe reconocer las diferentes formas de violencia y sabe que ocasionan sufrimiento. También es capaz de plantar cara y “no seguir al rebaño”: muchas veces el acosador maltrata ostensiblemente a la vista de todos intentando que los testigos se conviertan en participantes activos. Algunos colaboran por miedo a transformarse en víctimas y otros se dejan llevar, se burlan o apartan de la víctima simplemente porque otros lo hacen. Pero hay otros, y son muchos, que detienen el mal trato. A estos niños no hay que defraudarlos. Tenemos que demostrarles lo bien que proceden tratando de ayudar a una víctima, hay que acudir al centro escolar y poner la situación en conocimiento de los maestros.

Las formas del acoso

Cuando los especialistas estudian la violencia escolar la clasifican o definen a través de las siguientes modalidades.

Bloqueo social. Son todas las conductas que buscan el aislamiento social de la víctima, no se le permite jugar con otros, nadie le habla o ninguno responde a sus intentos de relación. También se incluye el hacerle llorar para que públicamente se presente como alguien flojo, llorica, estúpido, etc. Es difícil de combatir por- que si los adultos no están atentos, a menudo pasa inadvertido y la propia víctima sólo se da cuenta de que nadie quiere estar con él pero no lo identifica como violencia.

Hostigamiento. Todo lo que manifiesta desprecio, falta de respeto y de consideración por la dignidad del niño. Los motes, las burlas continuas, la ridiculización son formas del acoso que más rápidamente destruyen la autoestima y las posibilidades de defensa.

Manipulación social. Lo que se pretende es distorsionar la imagen social del niño y “envenenar” a otros contra él. Se cuentan mentiras o se usa cualquier cosa que diga o haga para provocar el rechazo de los demás. Así el grupo se suma al acoso percibiendo que la víctima recibe el trato que merece, es lo que se llama “error básico de atribución”.

• Coacción. Se obliga a la víctima a realizar acciones en contra de su voluntad. Así no sólo los acosadores obtienen poder social frente a los que presencian el doblegamiento de la víctima, sino que ésta es puesta en situaciones humillantes o fuera de las normas.

• Exclusión social. La terrible “ley de hielo” se abate sobre el niño. Todos le ningunean, le tratan como si no existiera, el “tú no” es lo habitual.

• Intimidación. Todas las conductas que amilanan, amedrentan o consumen emocionalmente al niño. Buscan sumir a la víctima en el miedo. Por ejemplo, las amenazas, los empujones o cualquier clase de hostigamiento físico.

Los estudios han mostrado que la violencia escolar es mucho más social y emocional que física. Las agresiones físicas existen y causan daños, pero son las formas de exclusión social —el ningunear, ridiculizar, poner motes, hacer correr rumores sobre alguien— las que causan mayor estrés postraumático y provocan mayor ideación suicida.

ASÍ SE ENSEÑA LA NO VIOLENCIA

Con la forma de vivir, con las actitudes cotidianas, con el modo de ser. Estas son cinco maneras de practicar la no violencia:

1. No gritar. Y menos aun cuando el niño grite. Con tono firme pero calmado, tranquilizarle para que deje de gritar y pueda dialogar o escuchar.

2. Escuchar al niño. Siempre hay que escuchar sus razones, lo que piensa de lo sucedido. Si su punto de vista cuenta, su confianza en sí mismo y su autoestima se elevan.

3. No descalificarle. Las frases como “Eres malo” condenan al niño a ser eso, malo. En cambio, “¿Por qué gritas, crees que no te oigo o estás muy enfadado?”, le invitan a pensar su conducta y lo que siente.

4. Mimarle. Abrazos, upas, bromas, besos, caricias, el niño necesita que sus padres le mimen.

Así como se ocupan de que ingiera los nutrientes necesarios, hay que cuidar de que reciba todos esos actos de amor que son los mimos.

5. Acompañarle. Sin intentar vivir su vida por él y ayudándole a ser independiente, que sienta que no está solo, que puede contar con sus padres. Interesarse por lo que hace y le sucede es la mejor manera de estar ahí, donde el niño los necesita.

ACTIVIDADES PARA LA PREVENCIÓN

La solución es trabajar la inteligencia emocional de los niños: enseñarles a reconocer lo que sien- ten y a ser capaces de controlarlo, así como desarrollar la capacidad de sentir.

Color para los sentimientos. Se necesita una cartulina blanca y muchos lápices de colores. Primero hay que establecer el código, cada participante escribe el nombre de un sentimiento y lo pinta con un color. Con niños pequeños, bastarán 4 ó 5 sentimientos: estar contento (rojo), tener miedo (verde), querer a alguien…

Una vez establecido el código, un participante coge un color y pinta una mancha. Los demás tienen que contar una situación en la que tendrían ese sentimiento. Llegará un momento en que no sólo hablarán de rabia, amor o tristeza, sino de sentimientos más complejos como la decepción, la amargura, el desaliento.

Yo soy tú. Como un carnaval familiar, hay que intercambiar roles. Los niños harán de papá y mamá y éstos de los niños. Y durante un rato se pondrán en el lugar del otro. Hay que aprovechar: los padres tendrán allí un espejo.

Adiós al pañal

Nuestro hijo va a utilizar unos 6.000 pañales antes de aprender a controlar esfínteres. Pretender forzar su ritmo es perder el tiempo. Cuando esté preparado para usar el orinal él nos lo hará saber, y nosotros tendremos que interpretar sus señales.

El control de esfínteres implica maduración. Intentarlo antes del año es una batalla inútil, que frustra a los padres y perjudica al pequeño porque aún carece de las capacidades neurológicas, fisiológicas y de comportamiento necesarias. No hay prisa. Meses antes o después, nuestro hijo aprenderá, como todos.

Cómo ayudarle sin meterle prisa

No tenemos que presionarle, pero sí preparar el terreno para que el control de esfínteres le resulte más sencillo. Esto es lo que podemos hacer:

• Enseñarle las partes del cuerpo y hacer hincapié en las que tienen que ver con la caca y el pis, que sepa por dónde salen las heces y la orina. A la hora del baño, podemos pedirle que diga el nombre de cada parte de su cuerpo.

• Permitirle que nos acompañe al váter (mejor al progenitor de su mismo sexo).

• Decirle palabras relacionadas: “váter”, “pipí”… Da igual cómo llamemos a las cosas.

 • Ayudarle a que entienda órdenes sencillas: tenemos que hablar mucho con él y enseñarle los nombres de los objetos cotidianos.

• Alrededor del año, algunos niños suelen indicar de algún modo que tienen ganas de hacer caca. Alabemos que nos lo digan; reforzar su actitud les ayuda a diferenciar entre seco y mojado, limpio y sucio…

• Dejarle notar lo incómodo del pañal mojado y decírselo para que aprenda a identificar limpio como agradable y sucio con desagradable.

Explicarle qué son las heces y la orina y todo lo relacionado con el tema, mediante un lenguaje adaptado a su edad. “La caca es lo que el cuerpo echa porque no sirve para nada. Huele fatal, pero es bueno hacer caca todos los días, porque si no, nos pondríamos malos”.

• Proponerle que practique sentándose en el orinal o en el inodoro unos minutos. Debemos encargarnos de que asocie la eliminación con actividades placenteras; por ejemplo, podemos leerle un cuento. No esperemos resultados en un principio; esto sólo sirve para que se familiarice con la taza y compruebe que no se cae dentro y así evitar miedos posteriores.

Señales de que ya es el momento

Cuando los siguientes puntos se cumplan, podremos empezar a enseñarle a utilizar el orinal o el váter. Antes sólo cabe poner en práctica el apartado anterior y respetar su ritmo.

• Le desagrada estar mojado y nos avisa de algún modo para que le cambiemos el pañal.

• Le molestan los pañales, incluso a veces se los quita él mismo.

• Interrumpe lo que está haciendo y se para o se retira mientras hace pis o caca en su pañal.

• Imita o quiere copiar comportamientos que nos ve hacer, como peinarnos o lavarnos.

• Sabe bajarse el pantalón y la ropa interior.

• Protesta porque quiere hacer cosas solo.

• Es capaz de permanecer sentado y atento durante unos minutos mientras juega, le leemos un cuento, cantamos, conversamos…

• Puede ir al baño, sentarse sin perder el equilibrio en el orinal y levantarse sin ayuda.

• A veces es capaz de avisarnos de que está sucio: “Caca”.

• Permanece varias horas seco.

• La deposición se reduce a una o dos al día.

La actitud de los padres

En ocasiones, el pequeño está preparado pero los padres no. La educación del control de esfínteres puede ser estresante, a menudo con retrocesos, y deben afrontarlo con serenidad, porque el éxito depende de su actitud.

• Ante un escape nuestra reacción debe ser lo más neutra posible, sin enfadarnos. Podemos decir: “Coge ropa limpia y cámbiate”.

• Reforcemos cualquier logro o avance con elogios, besos, premios.

• Asegurémonos de que no tiene miedo. No podemos pretender que se mantenga sentado en un sitio por el que piensa que se va a colar.

• No le regañemos, no hagamos reproches ni le comparemos con otros niños; esto es contra- producente para cualquier aprendizaje.

Y, sobre todo, tengamos paciencia. Esto no se consigue de la noche a la mañana, es un proceso que va poco a poco, como aprender a hablar. Nuestro hijo lo logrará, seguro. Démosle tiempo.

Le cuesta leer

Two happy schoolchildren have fun in classroom

Aprender a leer es uno de los logros más importantes que se realizan en el colegio. La lectura es el camino que conduce a la adquisición de otros conocimientos. De manera que, si el aprendizaje no se hace bien, las consecuencias negativas afectarán a otras materias: cuando un niño lee mal, muy despacio, equivocándose mucho, no entendiendo lo que lee, irá mal en Lengua, pero también en otras asignaturas: en Conocimiento del medio, en Matemáticas, etc.

En el colegio suelen detectar enseguida si el alumno tiene alguna dificultad. El seguimiento que hace el profesor en clase, junto con el apoyo de los padres en casa, son fundamentales para ayudar al niño a mejorar. Es probable que el maestro ponga de tarea un rato de lectura diario. Y esto que parece cosa fácil, a menudo no lo es tanto por la oposición del niño.

¿Cómo animarle con una actitud positiva?

Young schoolgirl reading a book. looking at camera

Nuestro ejemplo es importante. Es fundamental que nuestro hijo vea libros en casa y nos vea leer.

• Seleccionemos lecturas que le gusten, adecuadas a su edad y nivel, ni muy largas, ni complicadas. Preguntémosle a él y, en caso de duda, pidamos consejo al profesor.

• Es buen momento para visitar alguna biblioteca cercana, sacarle el carné de socio y dejarle curiosear entre las estanterías para que elija los libros que más le atraigan (aunque no coincidan con nuestras preferencias).

• Aunque ya sepa leer, sigamos reservando un tiempo cada día para leerle cuentos, por ejemplo a la hora de dormir. Es una costumbre que mantiene vivo el interés por los libros.

No hagamos de la lectura un castigo ni una obligación ni una imposición del colegio. Más importante que conseguir que lea diez minutos diarios es hacerle ver que leer es un pasatiempo fantástico. En vez de amenazarle (“Como no termines la lectura, no irás a jugar”), despertemos su curiosidad: “¿Qué tal si leemos el segundo capítulo? Estoy deseando saber lo que pasa, ¿crees que conseguirá vencer a los piratas?.

• Busquemos el momento y el lugar apropiados para leer: un rincón tranquilo y agradable, con buena iluminación, sin perturbaciones (sin tele, sin hermanos que alboroten a su alrededor, sin conversaciones de fondo).

• Si cumple el objetivo de leer cada día un rato, hay que felicitarle por ello.

¿Retraso normal o transtorno?

Three sisters read book in the park

Para aprender a leer hace falta un determinado grado de madurez y poseer ciertas habilidades. Como cada niño evoluciona a un ritmo, es normal que unos tarden más que otros en lograrlo. Ahora bien, hay que distinguir entre un simple retraso en la adquisición de la lectura y un verdadero trastorno de aprendizaje. Un cinco por ciento de los niños entre siete y nueve años, sobre todo varones, presenta trastornos de lecto-escritura. Es decir, presentan una clara incapacidad para adquirir el mecanismo de la lectura o lo hacen con un retraso importante, muy por debajo de lo esperable para su edad y grado escolar. Es preciso diagnosticar y tratar cuanto antes el trastorno.

Nuestra implicación es fundamental

 Además de fomentar el gusto por la lectura, los padres podemos:

Estar en contacto con el tutor. La colaboración es importantísima para conocer sus dificultades, progresos, el refuerzo que necesita…

Transmitir confianza. “Estamos seguros de que muy pronto lo lograrás”.

No atosigarle. Necesita tiempo. Si le presionamos, se angustiará y leerá peor.

No corregirle. Al menos, no señalarle todos los errores que cometa; centrarse en los que estemos trabajando con el profesor.

No criticarle ni compararle. Decirle lo bien que leen otros y lo mal que lo hace él no le ayuda en absoluto y puede dañar su autoestima.

Resaltar sus cualidades. Seguro que hay actividades en las que destaca, y hay que recordárselo. “Qué bien montas en bici”, etc.

Animarle por sus avances. “¡Bravo! Hoy has leído mucho mejor que ayer, sin equivocarte”..

Si cumplimos estos puntos, poco a poco, lograremos despertar en nuestro hijo el amor por la lectura.

¿A tu hijo le ha costado aprender a leer? ¿Cómo lo ha logrado? Comparte tu experiencia en nuestro FORO

 

La relación entre padres y educadores.

Child painting at easel.

El educador no es sólo quien le cambia los pañales, le da el biberón, le limpia los moquitos y vigila que no se haga daño. Es también alguien que le enseña hábitos y fomenta su autonomía (usar el orinal, lavarse las manos, comer solo), le transmite conocimientos básicos (cuál es el color rojo, cómo es un círculo), le ayuda a mejorar su motricidad (dar palmas, trazar líneas, modelar, saltar), le anima a relacionarse con otros niños… La labor del educador va mucho más allá de la un simple cuidador pues contribuye a que el pequeño se desarrolle adecuadamente.

Parece lógico que los padres no podamos delegar una tarea tan importante al cien por cien. Nosotros también debemos implicarnos. Para que el paso del niño por la escuela infantil sea más feliz y provechoso, para que lo que aprende en el centro tenga continuidad en casa, para que él se sienta seguro y a gusto, y nosotros más tranquilos sabiendo que está en las mejores manos, es imprescindible mantener un trato frecuente y cordial con los educadores, más estrecho cuanto menor es el niño. Un trato que no sólo deber darse durante el periodo de adaptación, sino a lo largo de todo el curso.

¿Qué datos debemos aportar?

En una primera entrevista, generalmente con el tutor de aula, se suele solicitar información básica acerca del desarrollo, la salud y el grado de madurez del niño. También nos preguntarán por el entorno y los hábitos del pequeño.

Por ejemplo:

• Condiciones del parto.

• Quiénes componen la familia: cuántos hermanos y qué lugar ocupa él.

• Si ya se sienta, a qué edad gateó, cuándo dio sus primeros pasos, si dice alguna palabra, si controla el pis o la caca, si duerme de un tirón, etc.

• Si padece o ha padecido alguna enfermedad, ha sufrido alguna operación, es alérgico a algo o necesita tomar algún medicamento.

• Es importante que los padres sean sinceros y aporten toda la información que facilite la adaptación del niño a la escuela infantil: si necesita un objeto de consuelo para conciliar el sueño, si usa chupete, cuántas horas de siesta suele dormir, si tiene algún temor o manía (por ejemplo, miedo a la oscuridad), si le cuesta compartir los juguetes, etc. Conocer las costumbres que el niño trae de casa ayuda al educador a la hora de introducirle en las normas de funcionamiento del grupo.

• Si el niño come en el centro, hay que informar de si tiene alergia o intolerancia a algún producto, qué alimentos se han introducido en su dieta o si ya come de todo, si hay algo que aborrece, si sólo toma puré o ya mastica, etc.

Debemos mostrarnos amables, respetuosos, receptivos y dispuestos a colaborar. Para el niño es importante percibir que nos llevamos bien con su educador, eso le transmite seguridad.

• Hay que mostrar interés por las propuestas y actividades que realiza el profesor.

• También hemos de interesarnos por lo que aprende en clase cada día y por sus progresos.

• Procuremos participar siempre que se solicite la colaboración de los padres.

• Comentemos abiertamente cualquier duda, preocupación o sugerencia en lo que respecta al cuidado y educación del niño.

 ¿Qué se espera de nosotros?

Las escuelas infantiles tienen normas de funcionamiento que los padres deben conocer y respetar. Además, hay que tener en cuenta las peticiones o sugerencias que pueda hacernos el educador a lo largo del curso.

• Debemos cumplir los horarios de entrada y salida. Aun cuando el centro permita cierta flexibilidad, es conveniente llevar y recoger a nuestro hijo siempre en torno a la misma hora: es mejor para él (las rutinas le aportan seguridad) y también para el educador, que puede prever cuántos niños llegan o se marchan en cada tramo horario y organizarse mejor.

• Si un día nos vamos a adelantar o retrasar, advirtámoslo.

• También hay que informar con antelación en caso de que otra persona distinta a la habitual vaya a buscar al niño, incluso aunque se trate de un familiar cercano (abuelos, tíos, etc.).

• No olvidemos actualizar los teléfonos de contacto para que nos puedan avisar en caso necesario.

• Los educadores pueden solicitar que el niño traiga de casa materiales para realizar alguna actividad (fotos, envases de yogur…). Procuremos aportarlo en el plazo establecido.

• Nuestro hijo no debería acudir a la escuela si está enfermo. Tampoco deberíamos llevarle si tiene una afección contagiosa (por ejemplo, conjuntivitis) o piojos. Si debe tomar algún medicamento, hay que aportar la receta y anotar en el envase el nombre del niño y la dosis.

• Es importante acudir a las reuniones que se convoquen y a las celebraciones que se organicen a lo largo del curso.

• Tengamos en cuenta las sugerencias e indicaciones del educador. Hagamos caso si, por ejemplo, pide que no les pongamos leotardos. Su insistencia en que les vistamos con ropa fácil de poner y quitar no es un capricho: facilita los cambios de pañal y promueve la autonomía de los pequeños.

 • Si el niño tiene que llevar mochila, hay que revisar a diario su contenido. Ropa y enseres deben ir marcados con el nombre.

¿Qué información dar a lo largo del curso?

Al educador le es de gran ayuda conocer las novedades que se van produciendo en la vida y el entorno del niño. Hay que comunicar cualquier cambio en la información que aportamos al inicio del curso y todos los detalles que consideremos de interés:

• Los progresos que experimenta el niño en su desarrollo: ya se pone de pie, ha empezado a gatear, ha dicho sus primeras palabras, etc.

• Los cambios introducidos en su alimentación, especialmente si se trata de bebés: ya puede comer pescado, está dejando el pecho…

• Los avances en el aprendizaje de hábitos, para que la familia y los educadores estén coordinados: ya no usa pañal por la noche, ha empezado a pedir la caca, etc.

• La actitud del pequeño hacia la escuela: si se pone contento o muestra rechazo cuando se le habla de ella o cuando estamos llegando.

• Cualquier suceso que esté alterando o vaya a alterar la vida o las rutinas del niño: embarazo de la madre o nacimiento de un hermanito, separación de los padres.

¿Qué debemos comentar al dejarle?

Aunque tengamos prisa, conviene dedicar un par de minutos a comentar al educador si ha habido alguna incidencia:

• Los acontecimientos cotidianos (le está saliendo un diente, ayer se cayó en el parque, ha pasado mala noche…) son informaciones relevantes que sirven al educador para encarar la jornada y le ayudan a actuar si pasa algo.

Una buena comunicación no quiere decir que seamos unos pelmas, nuestro hijo no es el único alumno. Así que un último consejo, seamos siempre breves.

¿Tienes buena relación con el educador de tu hijo? ¡Comparte tu experiencia en nuestro FORO!

Cómo enseñarle a recoger sus cosas

Girl drawing on the floor
Los niños desparraman sus juguetes por todas partes y a todas horas. Jugar es y debe ser su actividad principal, porque mediante el juego descubren cómo funciona el mundo y desarrollan sus capacidades. Pero eso no implica que puedan invadir nuestro espacio ni que hagamos el papel de sufridos esclavos, poniendo orden tras el caos que siembran por donde pasan.
¿Por qué se resisten a recoger?
Lo primero que debemos saber es que la desobediencia de nuestros hijos no esconde una doble intención. Simplemente, recoger es más aburrido que seguir jugando. Entender esto es fundamental: estamos educando y no librando una batalla que debemos ganar a toda costa.
¿Por qué hay que recoger?
Kids playing in the room
Antes de dar una orden hay que estar convencidos de por qué lo hacemos. ¿De verdad nuestro hijo tiene que recoger? ¡Pero si nosotros lo hacemos en un momento! ¿No es demasiado pequeño?¡Con lo poco que le vemos, ya tendrá tiempo de sufrir en la vida!… Si nos asaltan pensamientos de este tipo, no seremos creíbles cuando le pidamos que recoja sus juguetes. El niño percibirá que nos sentimos culpables, que preferimos hacerlo nosotros y que no vamos a ser constantes a la hora de exigirle que cumpla la norma.
Recoger no es un castigo, es una oportunidad para aprender a ser responsable y autónomo, para sentirse orgulloso de colaborar.
Cuando un niño cumple la tarea de recoger sus juguetes está desarrollando cualidades que le van a ser útiles para el resto de su existencia. Y no tiene que limitarse sólo a eso, sino que debe asumir responsabilidades más complejas conforme crece.
¿Qué podemos esperar?
No pidamos imposibles. Ningún niño puede ir más allá de lo que su nivel de desarrollo le permite. Pronto podrá ayudar “un poco” a recoger sus juguetes, pero no pretendamos que todo esté en permanente estado de revista. Durante años, su cuarto será lo menos parecido a esa página de decoración con la que un día soñamos, pero no caigamos en la tentación de hacerlo nosotros ni de acabar su trabajo porque, si no le dejamos practicar, nunca aprenderá.
De 0 a 3 años:
Hacia los 18 meses el niño empieza a entender órdenes concretas, como “recoge” o “guarda los juguetes”. Puede que eche alguna pieza al cajón de las construcciones o algo por el estilo, como parte del juego. Habrá que elogiarle si queremos que mañana vuelva a hacerlo.
De 3 a 6 años:
Ahora ya podemos decirle que recoja sus juguetes porque sabe perfectamente qué esperamos de él. Pero hay que enseñarle, es decir, le damos la orden, le acompañamos y empezamos a hacer la tarea juntos, explicándole cómo llevarla a cabo, luego nos retiramos y dejamos que termine solo.
De 6 a 9 años:
Si desde el principio hemos establecido la norma de que guarde sus juguetes, ahora podremos recoger los frutos. El niño sabrá lo que tiene que hacer, aunque haya que recordárselo, y empezará a no necesitar tanta supervisión.
Preadolescentes:
Nuestro hijo empezará a hacerse el remolón a la hora de recoger, pero si la rutina está bien establecida, podremos negociar, darle alternativas, establecer recompensas o pérdidas de privilegios si no cumple con lo acordado.
El secreto de la obediencia
La clave para conseguir que nuestros hijos hagan lo que les pedimos está en que vean que sus actos tienen consecuencias. Un beso y un elogio tras recoger los juguetes es un premio: se convierte en un reforzador y aumenta las probabilidades de que la acción se repita. Si no obedece, procuraremos que la experiencia posterior sea negativa; por ejemplo, hoy no habrá cuento antes de dormir.
¿Me escuchas?
Los padres tienden a creer que, dado que su hijo no es sordo, ha tenido que oírles decir unas cien veces que recoja sus juguetes, sobre todo porque en las últimas 99 ocasiones han ido elevando el tono de voz en progresión geométrica. Pero que el niño les oiga no significa que les preste atención.
No hay que dar una orden gritando desde la otra punta de la casa, sino acercarse al pequeño, ponerse a su altura, echarse un poco hacia delante, utilizar el dedo para que fije la mirada, debemos buscar el contacto visual antes de hablar, y decirle lo que tiene que hacer.
Si nos ignora, podemos formar con los brazos un círculo imaginario que le abarque, agarrarle sin hacer fuerza pero con decisión o cogerle de la barbilla y girarle la cara hasta establecer contacto visual.
El volumen de nuestra voz debe subir un poco más de lo habitual, lo que no significa que gritemos. Expresaremos la orden hablando lentamente, intentando transmitir calma. Debemos ser claros, concretos e ir al grano, limitarnos a dar la orden y olvidar las justificaciones, reproches…
Si sabemos lo que queremos, estamos de acuerdo con nuestra pareja y el niño ha sido informado de lo que ocurrirá si no cumple lo que le pedimos, no mostraremos ningún titubeo.

La postura de mandar

Lo que decimos es importante, pero también cuenta el lenguaje no verbal, y los niños son maestros en interpretarlo.

• No hay que poner cara de ogro, pero sí adoptar un gesto de seriedad.

• Para expresar determinación, podemos poner los brazos en jarras y las piernas un poco separadas. • Un carraspeo consciente puede advertir al niño

de nuestra disconformidad con lo que está haciendo sin necesidad de decírselo. Lo mismo ocurre si negamos con la cabeza.

• Las manos unidas detrás de la espalda, junto con la cabeza y la barbilla ligeramente levanta- das, imprimen un carácter de autoridad.

• Hay que respetar el espacio personal del niño (al menos 45 cm). No debemos echarnos enci- ma para no parecer agresivos.

Instrucciones para dar una orden

El estilo dictatorial no sirve con los niños. Después de analizar y, si es necesario, corregir algunos aspectos de la comunicación no verbal, pasamos a aprender cómo dar bien la orden:

Mandarle una sola cosa

No le pidamos varias a la vez. No debemos decir: “Recoge tus juguetes, lávate la manos, pon la mesa y siéntate a cenar”. Hasta los seis años, más o menos, hay que dar las órdenes de una en una y esperar a que cumpla la primera antes de pasar a la segunda, porque de lo contrario no sólo olvidará lo que le hemos pedido, sino que, lo más

probable, es que siga jugando tranquilamente. Su capacidad de atención y retentiva es limitada.

Ser claros

Los niños necesitan que les pidamos con mucha claridad y de manera específica lo que queremos de ellos. Es preferible decir “Recoge tus juguetes” que “Espero que dejes tu cuarto impecable”.

Comprobar que ha entendido

Si tenemos dudas sobre la atención que nos ha prestado o si no vemos que vaya a empezar con lo que le hemos pedido, le diremos que repita lo que tiene que hacer y las consecuencias de obedecer o no. Este paso evita que tengamos que decirle cien veces que recoja. Insistir en lo mismo cuando no nos presta atención sólo nos conduce al enfado. Si puede repetir lo que esperamos de él, no hay por qué insistir: sabe lo que tiene que hacer. ¿No se ha enterado? Se lo decimos una segunda vez.

Empezar la tarea con él

Podemos acompañarle y comenzar a recoger con él. Una vez que empiece a hacerlo, nos retiramos para que continúe solo.

Reforzarle cuando nos haga caso

“Estoy muy contento por lo bien que lo has he- cho”. Si además le damos un beso, perfecto.

Una aplicación práctica

El padre de Andrea quiere que su hija, de cinco años, empiece a recoger porque es tarde. Así que deja de preparar la cena y encuentra a Andrea viendo la tele. Se pone delante de ella, a su altura, interceptando su vista camino del televisor, se asegura de que capta su atención, la mira a los ojos y le dice clara y lentamente:

–Andrea, tienes que recoger tu cuarto porque en 10 minutos vamos a cenar.

Le da una única instrucción: –Ve a tu cuarto y recoge los juguetes. Si le dijera: “Apaga la tele, recoge, lávate las

manos y ven a cenar”, no le haría caso porque no es capaz de recordar tantas cosas.

El papá de Andrea, tras unos segundos, comprueba si lo ha entendido:

—Andrea, ¿qué es lo que hay que hacer ahora?—, y le pide que lo repita.

Luego la acompaña a su cuarto para iniciar la recogida juntos. Cuando Andrea está concentrada en la tarea, le dice:

—Sigue tú mientras yo voy a la cocina a terminar de preparar la cena.

Cuando la niña acaba, su papá le dice:

—¡Cuánto me gusta que me ayudes, te estás haciendo mayor!—, y le da un beso.

Ahora puede pedirle que se lave las manos.

¿Y si se niega?

Nos retiraremos unos minutos para que reflexione. Después volvemos a pedírselo:

—Es la hora de cenar, recoge los juguetes.

Le proponemos de nuevo iniciar con ella la tarea. Si vuelve a negarse, seguimos:

—Tienes que recoger, ¿quieres que te acompañe y lo hacemos juntos?

Le recordamos las consecuencias:

—Si no recoges, cenaremos tarde y no nos dará tiempo a leer el cuento de antes de dormir.

Si se mantiene en sus trece, tendremos que aplicar las consecuencias. Puede que se enfade seriamente cuando vea que no hay tiempo para su cuento, pero deberemos ser firmes. Así entenderá que no puede escaquearse.

Mientras dure su resistencia, cualquier cosa que pida, cualquier negociación o cambio de tema recibirá la misma respuesta:

—Cuando recojas te atiendo.

Y tu hijo, ¿recoge los juguetes? ¡Cuéntanoslo en nuestro FORO!