Un buen día, ir a la escuela se convierte en una tortura. De repente, apenas hay amigos y las clases y los recreos son un campo de batalla con un solo blanco: él. A su alrededor todo son burlas, sus cosas desaparecen o aparecen rotas, casi nadie con quien jugar, le amenazan: si cuenta algo o se defiende, será peor.
Si no se actúa a tiempo, si en cada situación violenta no aparece un adulto con su poder de sancionar la violencia y de enseñar otra forma de relación, la agresividad normal entre niños puede transformarse en acoso.
¿Qué es el acoso escolar?
Son todas las formas de maltrato psíquico, verbal o físico producido entre escolares de forma reiterada a lo largo del tiempo. Estadísticamente, el tipo de violencia dominante es el emocional y se da tanto en el aula como en el patio. El agresor sume a la víctima en la indefensión a menudo con el silencio, la indiferencia o la complicidad de otros compañeros.
El acoso se desencadena sin causa aparente o por un hecho insignificante: cometer un error en clase, dejarse anotar un gol, sacar una nota muy alta o muy baja, llegar tarde… Las razones que aducen los niños que ejercen la violencia son: “Porque me provocaron”, “Por gastar una broma”, “Para evitar que me lo hagan a mí”, “Por pasar el rato”, “Porque a mí me lo hacen”.
Un dato esperanzador es que las conductas violentas van disminuyendo a lo largo de la escuela, por ejemplo, de un porcentaje de 41% de víctimas en segundo curso de primaria se baja a un 23% en primero de ESO.
Aproximadamente la mitad de los niños que son víctimas de violencia de forma reiterada quedan paralizados, la otra mitad se transforma en niños violentos o que participan del hostigamiento hacia otros. Si se deja a los niños solos pueden aprender ya desde muy pequeños que la mejor defensa es un ataque.
El cole también es nuestro mundo
Lo que ocurre en el cole es casi tan importante como lo que ocurre en la casa. Y los padres forman parte de ese mundo que es el colegio. Hay que estar enterados, hay que conocer —aunque sea de nombre— a los otros niños, a sus padres, a los profesores… Pero, sobre todo, hay que reconocerles autoridad a los educadores. Si los padres consideran que el maestro es una autoridad en la vida de su hijo, el niño, sin dudas, también lo creerá. Cuando el maestro es una autoridad puede proteger y sancionar la violencia de modo que los alumnos no necesiten convertirse en violentos para defenderse.
Los expertos señalan que la disminución de la autoridad del profesorado es uno de los grandes obstáculos que debe salvar el docente a la hora de resolver situaciones de violencia. Abrumados, sobrepasados, a veces víctimas del maltrato de padres o incluso alumnos, los profesores necesitan tomar distancia.
Una de las propuestas de los especialistas es que en los colegios se elaboren reglamentos de convivencia o protocolos de buen trato que sean firmados por niños, maestros y padres. Así, con las normas claras, los niños podrán decir no a las burlas excesivas, a los golpes… Por supuesto, sostenidos por los adultos.
¿Quién puede ser víctima?
Todos. La violencia o el acoso pueden caer sobre cualquiera. Los expertos dicen claramente que no hay un perfil de víctima. El niño acosado no es diferente ni física ni emocionalmente, no carece de habilidades sociales, tampoco tiene necesidades educativas especiales ni es responsable de su acoso. Muchas víctimas son niños normales, felices y brillantes, que en los tests responden afirmativamente a enunciados como “Cuando pierdo en algún juego, me alegro por los que ganan” o “Prefiero salir con gente a quedarme en casa viendo la tele”.
Pero, una vez que se ha producido el acoso, los niños que han sido víctimas pueden presentar daños psíquicos y cuadros clínicos como el síndrome de estrés postraumático, depresión, trastornos de ansiedad y otros. Lo cierto es que estos cuadros son la consecuencia y no la causa de la violencia.
¿Cómo son los niños que acosan?
Entre los niños con conductas violentas continuadas y severas sí se encuentra un perfil común: son agresivos, se sienten provocados, no les importan las normas, no confían en sí mismos ni en los demás, tienen baja autoestima, falta de empatía, distorsiones cognitivas y poco control emocional. Están convencidos de que el éxito social se obtiene humillando a otros.
La falta de empatía explica su incapacidad para ponerse en el lugar de la víctima y su insensibilidad al sufrimiento del otro. Las distorsiones cognitivas tienen que ver con no aceptar la evidencia de los hechos y hacer responsables a los otros. Excusan su violencia alegando que la víctima les había molestado o desafiado y no sienten ningún remordimiento por su conducta.
Son niños que necesitan ayuda urgente. Si no la reciben, perpetuarán sus conductas violentas contaminando su vida familiar, laboral y social. Más de la mitad de los que acosan en el colegio cometerán un delito antes de los 24 años.
Si nuestro hijo es acosado
¿Qué decirle a un niño cuyo mundo se ha venido abajo? ¿Cómo escuchar sin desesperarse todo lo que está sufriendo? Para los padres también es difícil. Necesitarán toda su calma para actuar con inteligencia.
Lo primero es situarse incondicionalmente a favor del hijo: “Tú no eres responsable de esta situación, son los que te agreden los que actúan mal, has hecho muy bien en contárnoslo, ahora vamos a poder buscar soluciones”.
A veces para no sufrir, otras por no saber qué hacer, los padres de los acosados quitan importancia a la situación o dudan de la versión de su hijo y no intervienen. El niño a merced de la violencia, si la soporta, puede acabar por integrar las agresiones en sus relaciones con los otros.
Hay muchas maneras de negar lo que el niño cuenta. Una es responderle que las cosas siempre han sido así, que los padres también lo padecieron de pequeños y que supieron hacerle frente, y no le dicen cómo enfrentarse, le dejan solo haciéndole sentir un incapaz.
Otra es decirle al pequeño acosado que eso es bueno para él, que le hace más duro, le forja el carácter. Es falso. Estos padres pueden hacer que su hijo se transforme en violento. Son los que dicen: “Prefiero que vengas con un ojo en la mano a que vengas llorando porque alguien te ha pega- do”, “Si te pegan, pega más fuerte”.
Otra es buscar la causa en la víctima y creer que el niño ha hecho algo para ser acosado.
Ante este estado de cosas, el niño víctima em- pieza a creer que todo lo hace mal, tiene una visión pesimista de la vida, hasta llega a pensar que sus acosadores tienen razón. Y aparecen los primeros síntomas de su indefensión: disminuye su rendimiento escolar, no quiere ver a sus amigos, comienza a sufrir ataques de ansiedad, inventa pretextos para no ir al cole.
Hay que ayudar al niño a levantar de nuevo esa parte de su vida que se ha venido abajo. Primero en casa, dándole todo el apoyo emocional que necesita, y luego acudir al colegio para que se proteja al niño y se sancionen las conductas violentas de los otros, así como buscar apoyo profesional.
Cambiar al niño de centro es contraproducente porque no deja de ser un castigo y lo que se enseña es que ante la violencia la única solución es la huida. Por esto son muchos los niños que cuando les cambian de colegio se transforman en agresores, como si dijeran “Esta vez no me va a pasar porque soy yo quien va a dar”. La justicia llega de manos de los adultos, son los padres y educadores los que deben detener la violencia y asegurar que el colegio sea un lugar de salud y bienestar para todos los niños.
¿Qué pasa si no lo cuenta?
Lo más importante es descubrir por qué el niño no recurre a sus padres. A veces, las amenazas de los violentos son especialmente convincentes y la víctima queda atrapada sin poder pedir ayuda. Otras, no hay un canal de comunicación abierto entre el niño y sus padres. Pero los hijos suelen ser un libro abierto, si el niño presenta alguno de estos comportamientos, podría estar sufriendo acoso:
• Llega a casa con la ropa deteriorada, falta de material, heridas…
• Busca excusas para no ir a clase.
• No quiere ir a cumpleaños, excursiones…
• Llora sin motivo aparente.
• Tiene náuseas o dolores por la mañana.
• Empieza a morderse las uñas o adquiere otra manía que antes no tenía.
• Relata situaciones de acoso sucedidas a otro niño.
• Tiene ataques de rabia desproporcionados.
• Está tremendamente inquieto. La atención que los padres presten a su hijo es
clave para detectar cuanto antes que algo grave le está pasando.
Si nuestro hijo es acosador
No es el momento de sentirse culpables como padres, sino de ponerse manos a la obra para resol- ver la situación. Tampoco se trata de culpabilizar a nuestro hijo. Los niños que acosan o tienen conductas violentas también necesitan ayuda para encauzarlas y poder establecer otro tipo de relaciones y reacciones. Es conveniente contar con la ayuda de un profesional que oriente sobre cómo actuar y de qué forma averiguar las causas de la violencia en el niño.
Mientras, en casa se puede trabajar juntos:
• Leer o inventar cuentos deteniéndonos a pensar qué siente cada uno de los personajes, así le ayudamos a pensar en los otros desarrollando su empatía.
• Pedirle que cuente alguna de las situaciones en las que usó la violencia y pensar juntos de qué otras maneras podría haber reaccionado. Lo importante es escuchar qué le sucede, qué le lleva a actuar así. Hay que ayudarle a reconocer que algo no anda bien y darle los elementos para resolverlo. Acudir al colegio y junto con los profesores diseñar un plan de seguimiento de las conductas del niño. Al interesarse por él y estar a su lado en cada cambio que se vaya produciendo, el niño recuperará su autoestima y la confianza en sí mismo y en los otros.
Si nuestro hijo es observador
Un niño que cuenta a sus padres que ha visto cómo maltrataban a un compañero es un niño con muchas cosas claras: sabe que puede recurrir a sus mayores cuando algo va mal, sabe reconocer las diferentes formas de violencia y sabe que ocasionan sufrimiento. También es capaz de plantar cara y “no seguir al rebaño”: muchas veces el acosador maltrata ostensiblemente a la vista de todos intentando que los testigos se conviertan en participantes activos. Algunos colaboran por miedo a transformarse en víctimas y otros se dejan llevar, se burlan o apartan de la víctima simplemente porque otros lo hacen. Pero hay otros, y son muchos, que detienen el mal trato. A estos niños no hay que defraudarlos. Tenemos que demostrarles lo bien que proceden tratando de ayudar a una víctima, hay que acudir al centro escolar y poner la situación en conocimiento de los maestros.
Las formas del acoso
Cuando los especialistas estudian la violencia escolar la clasifican o definen a través de las siguientes modalidades.
• Bloqueo social. Son todas las conductas que buscan el aislamiento social de la víctima, no se le permite jugar con otros, nadie le habla o ninguno responde a sus intentos de relación. También se incluye el hacerle llorar para que públicamente se presente como alguien flojo, llorica, estúpido, etc. Es difícil de combatir por- que si los adultos no están atentos, a menudo pasa inadvertido y la propia víctima sólo se da cuenta de que nadie quiere estar con él pero no lo identifica como violencia.
• Hostigamiento. Todo lo que manifiesta desprecio, falta de respeto y de consideración por la dignidad del niño. Los motes, las burlas continuas, la ridiculización son formas del acoso que más rápidamente destruyen la autoestima y las posibilidades de defensa.
• Manipulación social. Lo que se pretende es distorsionar la imagen social del niño y “envenenar” a otros contra él. Se cuentan mentiras o se usa cualquier cosa que diga o haga para provocar el rechazo de los demás. Así el grupo se suma al acoso percibiendo que la víctima recibe el trato que merece, es lo que se llama “error básico de atribución”.
• Coacción. Se obliga a la víctima a realizar acciones en contra de su voluntad. Así no sólo los acosadores obtienen poder social frente a los que presencian el doblegamiento de la víctima, sino que ésta es puesta en situaciones humillantes o fuera de las normas.
• Exclusión social. La terrible “ley de hielo” se abate sobre el niño. Todos le ningunean, le tratan como si no existiera, el “tú no” es lo habitual.
• Intimidación. Todas las conductas que amilanan, amedrentan o consumen emocionalmente al niño. Buscan sumir a la víctima en el miedo. Por ejemplo, las amenazas, los empujones o cualquier clase de hostigamiento físico.
Los estudios han mostrado que la violencia escolar es mucho más social y emocional que física. Las agresiones físicas existen y causan daños, pero son las formas de exclusión social —el ningunear, ridiculizar, poner motes, hacer correr rumores sobre alguien— las que causan mayor estrés postraumático y provocan mayor ideación suicida.
ASÍ SE ENSEÑA LA NO VIOLENCIA
Con la forma de vivir, con las actitudes cotidianas, con el modo de ser. Estas son cinco maneras de practicar la no violencia:
1. No gritar. Y menos aun cuando el niño grite. Con tono firme pero calmado, tranquilizarle para que deje de gritar y pueda dialogar o escuchar.
2. Escuchar al niño. Siempre hay que escuchar sus razones, lo que piensa de lo sucedido. Si su punto de vista cuenta, su confianza en sí mismo y su autoestima se elevan.
3. No descalificarle. Las frases como “Eres malo” condenan al niño a ser eso, malo. En cambio, “¿Por qué gritas, crees que no te oigo o estás muy enfadado?”, le invitan a pensar su conducta y lo que siente.
4. Mimarle. Abrazos, upas, bromas, besos, caricias, el niño necesita que sus padres le mimen.
Así como se ocupan de que ingiera los nutrientes necesarios, hay que cuidar de que reciba todos esos actos de amor que son los mimos.
5. Acompañarle. Sin intentar vivir su vida por él y ayudándole a ser independiente, que sienta que no está solo, que puede contar con sus padres. Interesarse por lo que hace y le sucede es la mejor manera de estar ahí, donde el niño los necesita.
ACTIVIDADES PARA LA PREVENCIÓN
La solución es trabajar la inteligencia emocional de los niños: enseñarles a reconocer lo que sien- ten y a ser capaces de controlarlo, así como desarrollar la capacidad de sentir.
Color para los sentimientos. Se necesita una cartulina blanca y muchos lápices de colores. Primero hay que establecer el código, cada participante escribe el nombre de un sentimiento y lo pinta con un color. Con niños pequeños, bastarán 4 ó 5 sentimientos: estar contento (rojo), tener miedo (verde), querer a alguien…
Una vez establecido el código, un participante coge un color y pinta una mancha. Los demás tienen que contar una situación en la que tendrían ese sentimiento. Llegará un momento en que no sólo hablarán de rabia, amor o tristeza, sino de sentimientos más complejos como la decepción, la amargura, el desaliento.
Yo soy tú. Como un carnaval familiar, hay que intercambiar roles. Los niños harán de papá y mamá y éstos de los niños. Y durante un rato se pondrán en el lugar del otro. Hay que aprovechar: los padres tendrán allí un espejo.